Ayer volvíamos de un pequeño viaje a uno de los
grandes-pueblos de alrededor. Esas medias ciudades que se convierten en refugio
de salida para aquellas que carecen de casi todo. Después de comprar algunas
cosas, comimos e iniciamos el retorno. No habían pasado ni quince minutos
cuando vimos a lo lejos un grupo arremolinado de gente. Era otro de los muchos
accidentes que hay por la zona. Una moto, medio habitual de transporte-taxi, se
había caído y un chico estaba en el suelo. No se movía, pero respiraba. Huelga
decir cómo es el camino que recorren/mos habitualmente: un camino lleno de
piedras y rocas, baches, río que cruzar. Lo que normalmente hacemos en 15
minutos en nuestros países, aquí tardamos hora y cuarto en un cuatro x cuatro.
Las motos lo tienen más crudo, especialmente cuando se suben tres personas en
ellas, cosa bastante habitual.
Tidden, nuestro conductor, no dudó ni un momento
en parar y entre cuatro subieron a ese chico al coche, a la parte trasera, pues
los asientos no se pueden reclinar de lo viejos que están. Al lado su amigo y,
mientras, los baches que se sentían como agujas en aquel trayecto a velocidad
brutal.
Podría perfectamente haber justificado el no
subirlo: no cabía bien, era peligroso moverlo, quedaba mucho trayecto, y
difícil, al hospital. Podía haber dicho que avisaría a alguien… Pero no lo
hizo. Y es precisamente en esto es en lo que me quiero fijar.
No sé si conocéis la parábola del Buen samaritano
que nos presenta Lucas en su evangelio [Lc. 10]. Jesús comienza a hablar de
algo que era “cotidiano” en la Galilea de aquellos tiempos. Dureza de vida,
violencia en los caminos y falta de humanidad para resolver los problemas
sobrevenidos. Pero Él, de pronto, cambia de tono y hace surgir lo inesperado en
una figura llena de sensibilidad. Enfoca al corazón de un hombre, el que
conocemos como “Buen samaritano”, que “por lástima”, se detiene, se acerca y se
lleva a alguien herido en la cuneta. Y por eso la historia es noticia, porque
da un giro quebrando lo que se ha convertido en usual y no por ello menos duro,
y lo da volcando ternura y compartiendo lo que tiene y es.
“Leer la letra pequeña”, que dice González Buelta,
sj., en este precioso “cuento” es leerla en la vida misma, y hacer lo que hizo
Tidden ayer. Darle la vuelta, por medio de la ternura y las decisiones
coherentes, a la dureza de lo que ya de por sí, tiene la vida. Quebrarla y
sentirse libre para volcar y derrochar ternura convirtiendo el drama en
encuentro sanador. Tremenda lección de sensibilidad atenta.
Esto es lo que cambia la historia, de entonces y
de ahora, por la sencilla razón de que cambia a cada uno de los que contemplamos
estos gestos. Seguramente lo que hizo el samaritano tocó el corazón del
posadero en aquel tiempo y de los que allí estaban. Ayer, sin duda, tocó el
corazón del amigo, del enfermo y el mío.Ahora sé porque creo que es de las más bellas
historias contadas. A medida que pasan los años voy encontrándole nuevos
significados que nunca se agotan. Cuando creo que tengo todas las “interpretaciones”
posibles, un nuevo hecho o acontecimiento hace su aparición. Os invito a
releerla desde “la letra pequeña” y desde lo cotidiano de nuestras vidas y
“sentir” el efecto provocado…